domingo, abril 26, 2009

EL PRÍNCIPE SAPO





Desde pequeña, siempre creí que algún día encontraría a mi príncipe azul, a ese maravilloso ser que me salvaría de la desgracia y me conduciría de la mano por un camino de inmensa felicidad. Claro, esa es la idea que los cuentos te meten en la cabeza. Sin embargo, la realidad es muy distinta.

Tuve mi primer novio a los 13 años de edad. Antes de eso, me conformaba con escuchar a mis amigas de la escuela, menos tímidas, sobre enamorados y besos con los que yo sólo soñaba con fervoroso pero inútil deseo. Debe ser por eso que con gran rapidez, acepté a un chico mayor que, si bien no era el primero que me movía el tapete, sí era el primero que se atrevía a acercarse en otro plan. Fue él quien me dio mi primer beso, uno no muy agradable, pero al fin beso. Éramos polos totalmente opuestos: en pocas palabras, él el rebelde y yo la del cuadro de honor. Evidentemente, las cosas no podían durar mucho y, luego de un par de semanas intensas para la edad, me dejó por una nueva niña con la que luego hizo lo mismo. Ese fue el inicio de una larga carrera de desengaños, en los que burdamente fui aprendiendo a ponerme de pie, como podía, como no sabía, como mi corazón lastimado y mi ego pisoteado me lo permitían.

Pasé por relaciones verdaderamente dolorosas. Como los tres años en que anduve con un hombre basura, que se encargó de mantener mi autoestima muy por debajo del nivel aceptable. Yo siempre creía en sus promesas. Luego de que por fin me decidí a mandarlo al diablo, cual si se hubiera abierto la caja de Pandora, descubrí muchos de sus sucios secretitos, entre los que destacaba la doble infidelidad que sostenía con la esposa de su jefe (doble por su jefe y por mí) a cambio de una cómoda manutención.

Pero la más terrible fue, por supuesto, la más duradera, con un chico del que me enamoré tres veces: una vez lo lastimé, dos veces lo hizo él, la tercera en forma definitiva. Diez años estuvimos en el vaivén de amores, de rupturas y hasta de planes maritales, pero entre tanto complicarnos cada vez más la vida y entre acciones que terminaron por hacernos daño (como el hecho de que él iba a tener un hijo con otra mujer de su pasado), rompimos el hilo que nos unía; mejor dicho él lo rompió, pues un mal día se alejó sin explicaciones. Lo último que supe de él, hace realmente poco, fue que tarde que temprano regresó con la madre de su niña y que fracasó su negocio.

En el inter, me enamoré locamente del que creía mi alma gemela. Me tomó más de un año darme cuenta de que él no me quería tanto como parecía, o como yo quería creer, y que por ese detallito insignificante (ja), no era para mí. La recuperación, en cambio, fue mucho más larga y, si bien el número de canciones creció desmesuradamente en mi biblioteca musical (la mayoría de desamor), me convertí en una mujer dependiente ante sus ojos y ante los míos propios.

Pese a que a partir de ello, mi cautela aparentemente aumentó, me vi envuelta en una serie de relaciones insípidas, con tipos para nada convenientes, desde el típico sujeto que sólo me quería para satisfacerse pero que para nada sabía cómo satisfacer a una mujer (de estos me encontré a dos), hasta el hombre que me ocultó su condición de casado por algunos meses, hasta que se le cayó el teatrito; desde el tipo indeciso con el que nunca llegaría a ningún lugar, o el mentiroso compulsivo, hasta el freaky lastimero, paranoico y sospechosamente esquizofrénico.
 
Luego me aventuré en la vida de casada o un hombre más que distinto a mi, pero que ilusamente creí podía ser mi complemento... un matrimonio tormentoso al que felizmente le puse fin con toda la dignidad posible y con un regalo hermoso de Dios: mi bebita.

Con todo, me dí cuenta de dos cosas: En primera, que el príncipe azul no existe, al menos no en la ilusa concepción de mi niñez Prueba de ello es la sarta de sapos que me encontré en el camino. Hubo un tiempo en el que hasta busqué al príncipe verde y a mis amigas les constará.

La segunda, y tal vez la más difícil de aceptar, es que yo tuve mucho que ver en ello. Incluso llegué a pensar que había realmente algo muy malo conmigo, o que estaba salada, como para atraer a tanto perdedor. Ahora puedo ver, ya con un poquito de objetividad, que lo que pasó fue que tomé decisiones equivocadas y que tan sólo una acción de mi parte, como alejarme en definitiva de esa situación nociva, me habría cambiado la Vida.

Sin embargo, sé que si no hubiera cometido esos errores, no sería hoy quien soy. Me falta mucho por aprender, pero al menos creo que me han servido las malas experiencias, para adquirir seguridad y para definir más mi identidad.

Ahora, vivo una etapa completamente diferente, libre, nunca en soledad eso sí, con mucho amor en todos los sentidos, feliz sobre todo conmigo misma, pues yo soy mi verdadero complemento; con mi hija, el verdadero amor de mi vida, quizá sin estar completamente segura de por dónde o cómo ir… ya se me ocurrirá algo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

hola Cris ,asi es la vida, con etapas para bien o para mal q nos hacen ir aprendiendo y creciendo a la vez, ya q ahora estas con el amor de tu vida,pues a disfrutar del presente y mucho mejor del futuro,,besos